9 de abril de 2013

La peor versión de mí

"No creo que otra persona entienda el deseo de morir tan acabadamente como lo entiendo yo o como lo entienden los suicidas. No sé si hay alguna sensación peor: sentirse mal por estar tan sano, querer morir, desaparecer de manera fulminante. Y luego ver a tus viejos haciendo la cena, o a tu hermano jugando tan inocentemente al play station; todo mientras vos silenciosamente planeas tu muerte, exquisita, necesaria, inminente, inexorable.
Y llorar hasta el desmayo o el interminable dolor de cabeza que parece encarnársele a uno en lo más profundo de los sesos. Tener tanto odio por uno mismo, tanto que nos parece irreales e inentendibles todos aquellos años de convivencia con nuestras mentes perturbadas, tantos años de soportarse a uno mismo. Y luego llegan los reproches: ¿por qué no me di cuenta antes de que me odio? ¿por qué no me eliminé tiempo atrás?
Lo pensé varias veces, intentás encontrar algo por qué vivir, por qué quedarte, pero las razones son tan frágiles como la convertibilidad, y son menos convincentes que Fidel Castro izando la bandera de los Estados Unidos. Querés morirte y tenés millones de razones por las cuales hacerlo. Y sin embargo, todavía rogás por una sola razón para quedarte. Un razón te salvaría, sólo una sería suficiente. Y no la encontrás, no porque no sepas buscar, sino porque simplemente no hay. No existe el motivo por el cual debieras quedarte en este mundo.
¿Por tu familia? ¿Quedarte por tu familia? Que los suicidas somos egoístas es la gansada con menos sustento  que escuché en mi vida. Empecemos a sacar un poco de lógica de todo esto: uno no quiere vivir porque sufre, porque está triste. Entonces algún ser muy inteligente (seguramente amigo  o familiar) te dirá que todo el mundo te quiere, que todos te aprecian, que no podés hacerle eso a tu familia.
Entonces llámenme egoísta, pero no pienso soportar este dolor. La gente es tan moralista, tan hipócrita. No entienden lo que se siente, no lo pueden entender porque la depresión, la anorexia, la bulimia, llevan a la persona al extremo. Te tortura, te viola, te deshace adentro. Tus tripas, tu estómago, tu garganta, tu pecho, tu sexo. Todo le pertenece a tu enfermedad : necesitás morirte porque sabés que no tenés nada más que hacer en este mundo. Que te duele demasiado estar vivo; y que aunque seas una excelente alumna, una hija adorable y una amiga incondicional, no tenés fuerzas para seguir jugando esos papeles.
Te das cuenta de que te pasaste la vida actuando, pensando que si te desfrazabas con diferentes personalidades ibas a poder por fin tapar tu verdadero ser: el que quiere morir porque no puede elegir otra cosa. Pero, por favor, díganme si estoy errada. ¿Si ustedes estuvieran muriéndose de dolor por alguna razón, no les gustaría acabar con ello? ¿O prefieren morirse de sufrimiento lentamente y caer en una inevitable agonía a fin de no molestar a terceros? Además, déjenme decirles que cuando hay dolor, los demás dejan de existir. No se piensa en nadie más, no se piensa siquiera en uno mismo: porque  dejás de existir como persona, pasás a ser simplemente un vegetal con ganas de suicidarse. No más que eso. Tu fin último es planear un suicidio con clase, con estilo, para al menos no dejar todo ensangrentado. Los otros no existen: son la muerte, las pastillas, la soga, el balcón, la bañera, el secador de pelo, el maldito tren, lo que fuera. Sos vos y tu muerte, más próxima que nunca. Y esta vez claramente inevitable.

Odio irracional a uno mismo, soledad intensa y mortal desasosiego.

Tenía que expresar mi odio hacia mí misma y encontré un método muy eficaz y dañino: cortarme. Al principio utilizaba cualquier cosa filosa que encontrase pero más tarde me hice especialista en filos y navajas. Después de una crisis de llanto o en el medio de ella, cuando sentía que no iba a parar, me llevaba un cuchillo al baño o a la cama y me cortaba primero despacio hasta que me acostumbrara al dolor y después lascivamente hasta que la sangre fluía libre sin nada que la parase. No lo hacía para quitarme la vida, sólo quería deshacerme del sentimiento que me agobiaba en el momento: aquello podía ser angustia, tristeza, melancolía, odio desmedido por alguien o por mí, por estar respirando. Una vez que veía caer la sangre, respiraba profundo, aliviada, y me ataba los brazos con papel higiénico que pronto mutaba a color carmín.
La gente me da miedo: sé que no van a entender. Nadie va a entender jamás lo que pasó. Ojala tuviese videos, ojalá pudiese entregar a cada persona que entra en mi vida un disco con mis datos. Ojalá así nadie se decepcionaría, así nadie crearía demasiadas expectativas conmigo. No, no soy brillante ni la mejor, no soy la más coherente tampoco. Soy poco, y de lo poco que soy, poco entiendo.
Me he dejado pisar, basurear, usar. He dejado que hicieran lo que quisieron con mi cuerpo, con mi mente, con mis deseos. De muchas cosas jamás me recuperaré, otras tantas las olvidaré con el tiempo. Cada una de ellas me ha dejado una marca. Él me pide que use cicatrizante para sacarme las huellas en los brazos: yo quiero que esas marcas queden. Las ciento un marcas de mis brazos, los miles de dolores que me trajeron sangre no voy a olvidarlos. No quiero que las marcas se vayan. Se irán con el tiempo, con la posibilidad del olvido, con el aprendizaje. 
Quiero dejar de ser la mujer que tuvo un pasado oscuro, quiero ser la del futuro prometedor, la que sonría sin tener que esforzarse. Quiero dejar de ser inconstante y absurda y quiero por fin tomar una decisión que dure más de cinco minutos. Quiero ser fuerte. Antes no quería nada. Era la negación en persona (¿era?), la nada misma: nada de comida, nada de deseos, nada de nada. Sólo la acuciante necesidad de dejar de existir.
Cuando volvemos al pasado, cuando sobrevolamos las angustias, es importante seguir conectados con la realidad. Yo no estoy sólo rememorando mis penas: estoy penetrándolas con fuerza (o ellas a mi, en todo caso), inspeccionando cada una, revisando los ecos archivados, escuchándolos una vez más.
Estoy dispuesta a mirar lo que yace en el fondo o en el camino hacia el fondo del precipicio, pero necesito una mano que me sostenga sólo por si me resbalo. Quiero que lo entiendas, o quizás sea menos prepotente: me gustaría que lo entendieras.
Debo ser fuerte, afrontar lo que me toque, ser artífice de mi destino e intentar por lo menos que quienes sufrieron conmigo no vuelvan a saber de mi dolor.

Ahora tengo un deseo distinto, rondándome la cabeza, y el eterno eco esta vez dice: "Ailén, ya no repitas".

Ojalá tuviera las fuerzas para no repetir...

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